Aunque partamos de la máxima de que el Derecho es política, podemos hallar un núcleo impenetrable donde la demagogia y la represión no pueden pasar sin pedir permiso. Como decía Concepción Arenal, odia al delito y ama al delincuente, cuya reinserción social se preconiza en nuestra Ley Orgánica General Penitenciaria, aprobada por aclamación en nuestro Congreso de los Diputados, es decir, aplaudieron todos los diputados, de manera que no fue necesaria la votación correspondiente por entenderse aprobado el texto legal por unanimidad. Dicha norma se orienta hacia la reinserción de los penados, en consonancia con nuestro texto constitucional y con los valores predominantes en nuestro entorno cultural. Esos valores no casan bien con el Art. 510 y complementarios de nuestro Código Penal, que se limitan a iluminar una suerte de escaparate, de galería demagógica y represiva, a todas luces innecesaria, al tenor de las reglas políticas básicas pactadas en la transición. Pero vayamos por partes.
El Art. 510 y sus acólitos son radicalmente innecesarios por castigar conductas que, por un lado, ya se hallan penadas en la parte general del Código Penal y, de otro, ojo al dato, se permiten la represión del deseo. Dos son los supuestos básicos que introdujo el Gobierno de M.J. en el texto punitivo: la inducción al delito, ya castigada en la parte general del código, y el castigo del deseo, sí del simple deseo, tal y como es de ver en el propio precepto. Castiga ni más ni menos que la incitación al odio, al margen del supuesto de incitación a la violencia, que, como acabo de decir, ya está tipificado en la parte general por inducción al delito, cualquiera que sea este. Pues bien, si miramos la definición de odio en el diccionario nos dice que es la antipatía o aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea. Es decir que la incitación a un deseo, con independencia de la finalidad, que se centra en la etnia, religión, etc., es delito. Claro, Vds. Dirán que, al darse ese deseo por razones que no son de recibo, por ejemplo, ser mujer, homosexual, etc., justifica el delito. Pero esto no puede admitirse, teniendo en cuenta varias reglas, claro, tan políticas como fundamentales, que hemos aprobado con carácter preferente en nuestra Carta Magna y otras normas de desarrollo: la libertad de expresión, el carácter subsidiario del Derecho Penal (solo ha de intervenir cuando otras ramas del ordenamiento no puedan hacer frente al asunto de que se trate, dicho en pocas palabras), además de la finalidad de reinserción de las penas, difícilmente aplicable a la represión de incitar a los demás al deseo por muy reprochable que sea el mismo. Para eso tenemos el Derecho Civil, que
protege el honor y que puede hacer frente a semejantes deseos y sus incitaciones con una buena indemnización, sin necesidad de acudir a la última ratio, la razón última, de nuestro orden político, el Derecho Penal.
Desde aquí, hago un llamamiento a preservar y defender la libertad de expresión a toda costa, a salvo el derecho de los ofendidos a recibir una cuantiosa indemnización en el orden civil, límite máximo que puede amparar tan fundamental derecho, pues, en otro caso, estaremos cayendo en la trampa de la demagogia y de la represión.
Por el camino de tamaña represión y con la ayuda de la ciencia, acabaremos por reprimir, incluso penalizar el pensamiento mismo. De momento, nos quedamos en el deseo, que no deja de ser pensamiento explícito, pero todo se andará. La galería nos avoca al infortunio de castigar el infame deseo, que no digo yo que sea contraído por indemnizaciones en el orden civil o, incluso, en el de la responsabilidad patrimonial de la administración, que llega a proteger a los que maldicen a los “maricones” con las lecheras de la policía local de Ayuso y Ortega, según denuncian algunos rojos en una de esas cadenas cuyo cierre algunos defienden, pues no son periodistas, son activistas.
Hagamos un ejercicio serio de reflexión. Es delito la negación del holocausto alemán. A este paso, cualquier cosa, como la negación de que la tierra es redonda, puede llegar a ser delito. Esto no es de recibo y, de serlo, podría serlo cualquier cosa. Claro que quedan a salvo las acciones civiles, indemnizatorias, o administrativas, como he dicho, relativas a la responsabilidad patrimonial del Estado, para garantizar que nadie haya de soportar aquello que sobrepasa el buen gusto y el honor y dignidad del ser humano, del ciudadano, que garantiza el orden político y la paz social.