Nací ciego y una admirable intervención quirúrgica me devolvió la visión en parte, que, si bien no sustancial, sí fue suficiente para ver los azules del cielo y del mar, los distintos tonos de verde de los prados y los sinuosos claros y oscuros de las montañas.
En aquel tiempo, fui calificado de minusválido sensorial, pero luego, en una suerte de aplicación de la demagogia contenida propia del tiempo que me ha tocado vivir, me convertí en discapacitado. Nada más y nada menos que un ochenta por cien de grado de discapacidad me anunciaba el escueto documento público que daba cuenta de mi condición. Y ahora me pregunto la razón por la que el sistema hace hincapié en la discapacidad, la disfunción o en la minusvalía y no intenta llamar la atención sobre el grado adicional de protección que, según parece, ofrecen los poderes públicos a las personas como yo. La cuestión se reduce a insistir, no en la discapacidad o en la disfunción, sino en el grado de protección o de vulnerabilidad de los que, como es mi caso, presentan, más que una discapacidad o una minusvalía, un especial interés social, una necesidad de protección adicional o, simplemente, una atención singular. Me pregunto por la razón que legitima a los poderes públicos a clasificarme como discapacitado y la respuesta no se hace esperar: en el fondo, semejante etiqueta me transmite discriminación, implícita en el propio término discapacidad, por acentuar el defecto y no la función protectora del Estado hacia quienes son ciudadanos que merecen especial interés social o protección social adicional o medidas suplementarias de integración. Es muy rica nuestra lengua para poner el acento donde queramos ponerlo realmente. Estamos en presencia de ciudadanos diversos, se habla en el ámbito educativo con más tacto de atención a la diversidad, de ciudadanos especialmente vulnerables, como señala nuestro código penal, de ciudadanos dignos de especial protección o atención, como se podría hablar en el contexto deseable, muy lejos del que ahora me permito denunciar. Y tal categoría, la de los ciudadanos singulares, de los que merecen especial atención o protección, resulta, sin duda, mucho más reveladora e incluyente de lo que un estado solidario, no ya del bienestar, que no existe por mucho que nos lo quieran inculcar, ha de pretender para ciudadanos que, por sus especiales características, ya sean físicas, psíquicas, sensoriales, sociales, económicas, culturales o de otro orden, por ejemplo haber sufrido en sus carnes o en las de sus allegados un delito grave, sea de terrorismo, de lesiones, contra la integridad sexual o la libertad de locomoción, etc., son acreedores de una especial atención, protección o dedicación de la acción de los poderes públicos.
Creo que nadie tiene derecho a calificarme como discapacitado genéricamente, como si mi disfunción visual comportara una disminución general de mi capacidad en todos los órdenes de mi desarrollo integral, como si el resto de mis sentidos, incluso de mi capacidad cognitiva se vieran afectaos por esta lamentable disfunción del sentido de la vista. Las etiquetas que censuro no traducen sino prejuicio, estigma y, en el fondo, discriminación, que no se ve respaldada por una acción eficiente del Estado solidario en el propio marco de la calificación, no ya de la acción, cuyo soporte resulta, cuanto menos, curioso en un contexto de demagogia política que, de seguir en la línea previsible, determinará sin duda la proliferación de los que, valiéndose de tal coyuntura, pretenden reducir el Estado solidario a un mero testimonio de sus inconfesables ambiciones.
Desde las expresadas premisas, los derechos de los discapacitados nunca dejarán de ser los de quienes, en el fondo, no son más que discriminados deficientemente protegidos y no de los ciudadanos merecedores de especial protección, atención o intervención por parte de quienes, hasta ahora se limitan a elaborar deficientes varemos y porcentajes que no sirven sino para acentuar el estigma de los individuos a quienes se aplican, cuyo análisis detallado determina una intervención mucho más seria que la de un funcionariado instruidos en el capricho de la demagogia de los que proclaman tales consignas a bombo y platillo desde sus poltronas confortables y desde su insignificante sacrificio por escrutar las verdaderas necesidades de ciudadanos cuya especial protección revertirá, sin lugar a dudas, en sinergias de retorno para el colectivo en el que su integración, no es que sea deseable, es que resulta indispensable para que un Estado moderno progrese sin fisuras y sin merma de las capacidades, no de las discapacidades, de todos sus ciudadanos.
Retrasados, ciegos, afectados por desórdenes económicos, de seguridad o de deficiente acción del Estado deben de hallar respuesta equitativa, proporcionada y rigurosa a la diversidad de sus necesidades en un marco de neutralidad y de absoluto respeto de quienes proclaman la satisfacción del interés general. El ciego, el sordo, el cojo, el manco, el tarado, el pobre… todos ellos padecen una triple victimización: la propia, la del entorno y la de los poderes públicos. Hay que combatir semejante lacra con los recursos que tenemos, sin derroche ni descanso, sin menosprecio ni soslayo de necesidades cuya atención singularizada o individualizada, más que coste, es beneficio en el ámbito de un colectivo de ciudadanos cuyos dirigentes apuesten por la integración suficiente y eficiente.
El Estado de la solidaridad, no ya del bienestar, que resulta una quimera a la postre, ha de interesarse por la igualdad real, que conlleva procurar que todos los ciudadanos tengan las mismas oportunidades o, al menos, parecidas en un entorno favorable, compatible, en la medida de lo posible, con sus imperativos de integración. No se trata tanto de regular teóricos baremos y automatismos deficientes, como ahora parece ser la predilección de los políticos más preocupados por la galería que por el específico objeto de su cometido; no se trata de la creación de singulares artificios propagandísticos, sino de hallar el equilibrio y de buscar la sinergia en un ámbito de acción proclive a la consecución del efecto deseado desde la tarea proactiva, no reactiva o funcional, como parece que se plasma en la labor estatal actualmente.
No dejan de sorprender en este punto algunas de las aberraciones que se producen en nuestro Estado, concediendo extravagantes licencias en régimen de oligopolio del juego para sostener una institución de origen tan discutible como insólito y de naturaleza inexplicable en un entorno de no discriminación por razón de la mal llamada discapacidad. Los ciegos españoles, privilegiados inopinadamente frente a los sordos, los parapléjicos, los ciudadanos con peculiaridades intelectuales o los situados en claro riesgo de exclusión social, gobiernan, por obra y gracia de un decreto de la dictadura y de sus actualizaciones durante la maltrecha democracia que las asume, un imperio económico que no deja de ser el paradigma de la desigualdad, de la insolidaridad y de la discriminación, empezando por los propios ciegos, que ostentan el gobierno al margen de los restantes colectivos de ciudadanos dignos de especial protección, que contratan y explotan a los propios ciegos, con paradigmas estrictamente empresariales, insolidarios e incluso sectarios, al margen del mérito y la capacidad, con estricta sujeción a parámetros radicalmente incompatibles con nuestros valores constitucionales. El desdén de los poderes públicos en el indicado ámbito no refleja sino la despreocupación que preside su actuación general en sede de integración social, más traducida en el favor de la galería que en una verdadera acción, siquiera modesta, encaminada realmente al respeto de nuestros valores constitucionales. Siento absoluta vergüenza ajena y radical impotencia en lo que respecta a la desidiosa labor de un Estado incapaz, o debería decir discapaz, de aplicar los imperativos de nuestra Carta Magna en una materia tan sensible como desdeñada por quienes ensalzan ridículas proclamas y absurdas regulaciones sobre un fenómeno que requiere más acción, aunque con los mismos recursos si no es posible destinar más, y menos “devoción” y prolija regulación, a la postre muy difícil de aplicar, no ya de integrar en un sistema de valores coherente y competente para afrontar la igualdad material de los ciudadanos desde ópticas razonables de promoción personal más allá de oscuros intereses y de insidiosas vicisitudes acomodaticias al entorno preexistente y desventajoso, así como irrespetuoso de los precitados valores fundamentales, especialmente, el de la igualdad material, cuyo retroceso es palmario con el mantenimiento de instituciones incapaces de dar participación a todos los integrantes del los colectivos que la componen sustancialmente y que se limitan a la prevalencia de un gobierno de ciegos tan trasnochado como absurdo en el contexto descrito.